La ciudad de los niños
A partir de la constatación de la soledad de la infancia, se ponen de relieve los efectos perversos de la ciudades que ignoran la existencia de numerosos ciudadanos, niños y niñas, que viven en ellas.
UNA VEZ TUVIMOS MIEDO DEL BOSQUE HOY TENEMOS MIEDO A LA CIUDAD
En un tiempo tuvimos miedo del bosque. Era el bosque del lobo, del ogro, de la oscuridad. Era el lugar donde
nos podíamos perder. Cuando los abuelos nos contaban cuentos, el bosque era el lugar preferido para ocultarse los
enemigos, las trampas, las congojas. Desde el momento en que el personaje entraba en el bosque, nosotros empezábamos
a tener miedo; sabíamos que podía ocurrir algo, que ocurriría algo. La narración se hacía más lenta, la voz
más grave. Esperábamos lo peor, porque lo peor estaba acechando.
En un tiempo, nos sentimos seguros entre las casas, en la ciudad, con el vecindario. Éste era el sitio donde
buscábamos a los compañeros, donde los encontrábamos para jugar juntos. Allí estaba nuestro sitio, el sitio donde
nos escondíamos, donde organizábamos la pandilla, donde jugábamos a mamás, donde escondíamos el tesoro...
Eran los lugares donde se construían juguetes según las modalidades y habilidades robadas a los adultos, aprovechando
siempre los recursos que ofrecía el medio. Aquél era nuestro mundo.
Pero en pocas décadas, todo ha cambiado. Ha habido una transformación tremenda, rápida, total, como
nunca la había visto nuestra sociedad (al menos según consta en la historia documentada).
Por una parte, la ciudad se ha vendido, ha perdido sus características, se ha convertido en peligrosa e insegura.
Por otra, han aparecido los verdes, los ambientalistas, los animalistas a predicar lo verde, el bosque. El bosque
ha pasado a ser bello, luminoso, objeto de sueños y de deseos. La ciudad, en cambio, se ha convertido en algo
sucio, gris, monstruoso.
En los últimos decenios, y de una manera totalmente evidente en los últimos cincuenta años, la ciudad,
nacida como lugar de encuentro y de intercambio, ha descubierto el valor comercial del espacio y ha alterado
todos los conceptos de equilibrio, bienestar y comunidad para seguir solamente programas de provecho, de interés.
Se ha vendido, se ha prostituido. Los pobres han sido transferidos a la periferia, a casas nuevas, todas iguales e
idénticas a las que se ven en la televisión. Los centros históricos son ahora oficinas, bancos, fastfood, sedes de
representación, viviendas ricas y refinadas. A la caída de la tarde, el centro de la ciudad se vacía y se hace
peligroso; la gente tiene miedo de ir sola; allí están los drogadictos, los ladrones, los malhechores.
La ciudad es ahora como el bosque de nuestros cuentos.
En la periferia se duerme y, para dormir, el verde no sirve. El verde está en los parques. La diversión, en la
zona de los cines. También hay el hospital, el lugar de las enfermedades; la guardería, el lugar de los niños peque-
ños; las residencias, alojamiento de los ancianos.
La ciudad se ha desarrollado con la separación y la especialización. La separación y especialización de los
espacios, de las funciones, de las competencias. Los daños de las expropiaciones, de las separaciones, se han
compensado con los servicios, típicos productos del bienestar y de la nueva dinámica que se ha establecido en las
últimas décadas entre los administradores y su electores. Se vive lejos del centro, pero hay medios de comunicación
cada vez más rápidos; se tienen niños y no se sabe dónde dejarlos, pero hay guarderías, etc. Se está mal, pero
se está cómodo. Lo importante es que el ciudadano que vota quede satisfecho y lo quede en el breve tiempo del
mandato electoral. El tiempo de los políticos es corto; los proyectos a largo plazo no son rentables, no aportan
votos.
Naturalmente, con una situación así,
donde todos sufren, el niño sufre todavía
más. Con él, la compensación, la
monetización del daño no funciona. Los
servicios, pensados para los adultos que
votan, no son buenos para el niño. Si le arrebatamos
el lugar de juego al pie de su casa
y se lo devolvemos, quizá cien veces mejor
y más grande, a un kilómetro de distancia,
en realidad se lo hemos robado. Y punto.
Al parque lejano sólo podrá ir si un adulto
lo acompaña; por tanto, sólo dentro del
horario del adulto. Podrá ir únicamente si
se cambia, si no da vergüenza ir con él por
la calle; quien lo acompaña debe esperarlo
y mientras lo espera, lo vigila; pero bajo
vigilancia no se puede jugar.
En la nueva ciudad, rica y
consumista, el niño está solo. En el siglo
que ha descubierto al niño, su capacidad,
su desarrollo precoz; que ha definido y promulgado
sus derechos fundamentales a la vida, a la salud, a la instrucción, al juego, al respeto; que le dedica
estudios, libros y convenciones, el niño se encuentra con un sufrimiento nuevo, regalo del bienestar y del egoísmo:
la soledad.
PERO, ¿QUÉ PUEDE HACERSE? LA SOLUCIÓN PRIVADA, INDIVIDUAL
Naturalmente, esta situación, evidente para todos aquellos que tienen hijos, produce preocupación, inquietud,
deseos de hallar alguna solución.
Me parece que hay dos maneras de enfrentarse a un estado de cosas que nos ocasiona tanta desazón y
sentimiento de culpabilidad. Una de ellas es privada, personal, resignada e individualista; otra, social, política y
cooperativa.
La primera está claramente patrocinada por nuestra sociedad, sus medios de comunicación, sus técnicos
(psicólogos, consultores familiares...), incluso por la producción comercial. Es la que se sugiere con recomendaciones
tales como: «Los padres han de estar más con sus hijos», «Nadie puede estar con los niños como el padre y
la madre», «Hay que jugar más con los hijos». Naturalmente, estas invitaciones son un contraste muy fuerte con a
vida apresurada; con las horas empleadas en desplazamientos; con las ganas, cuando se llega a casa, de relajarse
un poco. Producen un vivo sentimiento de culpa y colocan a los adultos en las mejores condiciones para aprovechar,
con agradecimiento, tantos y tantos productos comerciales. Buenos ciudadanos de la ciudad consumista,
intentamos sofocar aquel sentimiento pagando, comprando.
Es entonces cuando se organiza la casa como si fuera un refugio antiatómico: fuera está el peligro, la maldad,
el tráfico, la droga, la violencia, el bosque oscuro y amenazador; dentro, la seguridad, la autonomía, la tranquilidad:
es la casita segura de los tres cerditos. Las puertas se blindan, se arman con barras y cerrojos, con mirillas para
ver sin ser vistos; se instalan videófonos; normas de la copropiedad impiden la entrada a los extraños. Se enseña al
niño a no abrir a nadie (¡y se pretende educar a los hijos en la tolerancia, la solidaridad y la paz!). Dentro de casa,
todo aquello que sirve para estar bien, tranquilos y solos, incluso durante largo tiempo: televisor, vídeo, videojuegos
y, sobre todo, juguetes, infinidad de juguetes. Y para que el niño no esté siempre en casa, se le inscribe a un cursillo
de natación, a clases de guitarra, a un curso de inglés, etcétera, etcétera.
LA SOLUCIÓN SOCIAL, POLÍTICA. REPENSAR LA CIUDAD TOMANDO AL NIÑO COMO
PARÁMETRO
La segunda actitud consiste en rechazar la resignación y denunciar este progreso (o mejor, no-progreso)
deseado por pocos, pero sí por unos intereses innobles que nada tienen que ver con el bien público, la felicidad de
los ciudadanos y la calidad de vida. Es la actitud que considera el problema no como individual y personal, sino
como social y político; que pretende que la tendencia cambie, que la ciudad cambie.
No se trata de poner en práctica iniciativas, oportunidades y estructuras nuevas para los niños. Tampoco de
defender los derechos de un estamento social débil, ni de modificar, actualizar o mejorar los servicios para la
infancia (que, naturalmente, son uno de los deberes de la Administración pública).
De lo que se trata es de adquirir una visión nueva, una filosofía nueva de la evaluación, programación,
proyecto y modificación de la ciudad.
Hasta ahora, y especialmente en las últimas décadas, la ciudad se ha pensado, proyectado y evaluado tomando
como parámetro el «ciudadano medio» que, en general, responde a las características de adulto, varón y trabajador.
De este modo, la ciudad ha prescindido de todos los ciudadanos no adultos, no varones y no trabajadores.
Se propone que la Administración sustituya el «ciudadano medio» por el niño, que acepte que su visión tiene
que descender hasta la altura del niño para no perder a ninguno de los ciudadanos que representa. Que aprenda a
escuchar y a comprender a los niños en su diversidad, porque sólo así será capaz de comprenderlos con todas sus
diferencias.
Para una Administración comunal, abrir un laboratorio sobre «La ciudad de los niños» significa enfrentarse
continuamente a los problemas, los derechos y las necesidades de los niños (véase Anexo). Significa también
aceptar un conflicto que nunca terminará, aunque siempre será de una gran riqueza y de una alta cultura, porque
el conflicto entre el niño y el adulto es permanente, no acabará nunca, siempre se desplazará un poco más allá.
E, indudablemente, significa aceptar una verificación transversal y continua de todas las informaciones y
decisiones administrativas, desde las propiamente administrativas hasta las sanitarias, pasando por las comerciales
y las que afectan al ocio.
Por esto, es una decisión personal tomada y garantizada por el alcalde.
QUE LOS NIÑOS PUEDAN NUEVAMENTE SALIR SOLOS DE CASA
El objetivo de esta nueva filosofía de la administración de la ciudad es aparentemente irrelevante y sencilla:
que los niños puedan nuevamente salir solos de casa.
Afirmaciones como ésta, que hace pocos años hubieran suscitado sonrisas de conmiseración hacia el pobre
iluso de turno, empiezan hoy a despertar la atención de no pocos ciudadanos, de algunos alcaldes y de todos los
niños.
Pero el objetivo es que los niños puedan salir otra vez solos, que no se vean condenados a estar durante
tardes enteras delante del televisor, que no tengan que correr de una escuela a otra, que puedan nuevamente
buscarse un amigo y, jugando juntos, descubrir cosas. ¿Qué significa esto para la ciudad? Simplemente, que la
ciudad ha de cambiar, toda, completamente, aunque de manera gradual.
El niño se considera un indicador ambiental sensible: si en una ciudad se ven niños que juegan y pasean
solos, significa que la ciudad está sana; si no es así, es que la ciudad está enferma.
Una ciudad donde los niños están por la calle es una ciudad más segura no sólo para los niños, sino también
para todos los ciudadanos. Su presencia anima a otros niños a bajar, y aleja el riesgo que suponen los automóviles
y otros peligros externos.
Esto significa devolver a los niños la posibilidad de jugar, de adquirir la experiencia, tan necesaria, de la
sociabilización espontánea, de vivir experiencias autónomas. Pero, para que sea posible, hay que actuar a varios
niveles: Renegociar la relación de poder y de fuerza entre el automóvil y el ciudadano y, en particular, con el niño.
Distinguir y tratar de manera diferente tanto los proyectos como los comportamientos de las calles abiertas al
tráfico (en ellas, los peatones tendrán que aceptar las condiciones de los automóviles) y de las calles peatonales (a
las cuales pueden acceder los automóviles, pero aceptando las condiciones de los peatones). Esta renegociación
deberá disminuir el miedo de los adultos a los peligros externos.
· Ayudar a los adultos a comprender que los niños tienen necesidad de salir, de buscarse, de jugar juntos;
que las casas son peligrosas; que encerrar a los niños en casa significa confiarlos a la televisión.
· Encontrar y formar nuevos aliados
de los niños. Antes, los niños eran de todos,
reconocidos y protegidos por el vecindario;
ahora, gran parte de esta solidaridad social se
ha perdido. Hay que identificar y formar nuevos
aliados de los niños. Podrían serlo, por
ejemplo:
— La policía municipal, que tendría que
formarse para ser no sólo vigilantes de los
automóviles, sino también amigos de los niños,
y comprometerse a responder solícitamente
y con sensibilidad a todas sus necesidades
(desde la de hacer pipí hasta la de llamar
a casa, pasando por el temor hacia cualquier
persona molesta o la compra de un billete
para el autobús).
— Los ancianos, que serían invitados a
no permanecer en sus residencias o clubes,
sino a salir al aire libre, a lugares específicos
de encuentro, desde los cuales verían y vigilarían
a los niños.
— Los comerciantes, los artesanos y,
finalmente, todos los que están en la calle y pudieran dar una ojeada a los niños, poniéndose, si fuere necesario, a
su disposición (se está pensando en un adhesivo que, expuesto en los escaparates, permitiría a los niños reconocer
a los comerciantes dispuestos a ayudarlos).
Si los niños pudiesen de nuevo salir solos de sus casas se resolverían muchas contradicciones que hoy hacen
difícil su vida cotidiana y la de la misma ciudad. La infancia pasa hoy mucho tiempo en casa, y es en el hogar
donde se dan, según las estadísticas, el mayor número de accidentes. ¡Los mantenemos dentro de casa para defenderlos
de los peligros externos y los dejamos precisamente en el lugar más peligroso! Pero el espacio doméstico
siempre será peligroso, por más prevención que hagamos, si el niño pasa la mayor parte de su tiempo dentro de
casa sin saber qué hacer. Niñas y niños pasan demasiado tiempo frente al televisor, cuestión que preocupa a todos
los padres y educadores occidentales. Ciertamente, podemos prohibirles que vean mucha televisión, pero esto
supone vivir un continuo conflicto con ellos. Sin embargo, podemos hacer realidad la única experiencia que, en
todas las encuestas, es más deseada que el ver la tele: jugar con los otros niños. Los niños van a la escuela sin tener
experiencias personales, vivencias individuales que comunicarse y confrontar con los otros, puesto que viven en
grupos preconstituidos en las diversas escuelas a las que asisten, sean públicas o privadas; y asisten a los mismos
espectáculos que les ofrece la televisión, iguales para todos. También la propia escuela, para cumplir bien su tarea
de momento de elaboración cultural, a partir de los conocimientos del alumnado, tendría necesidad de unos niños
más autónomos, más ricos, más protagonistas.
Repensar la ciudad, quererla distinta, adaptada a todos, incluso a la infancia, es una necesidad urgente; no se
trata de retroceder hacia el pasado en busca de un romanticismo rural o de barrio de los años 40, sino de preparar
para un futuro distinto, no exclusivamente controlado por la producción comercial. Un futuro en el que exista el
deseo y la posibilidad de pensar en el bienestar y en la solidaridad. De ese futuro, los niños son símbolo, reto y
garantía.
Tomado de:
La ciudad de los niños
Franccesco Tonucci
Laboratorio «Fano la città dei bambini».
Via Arco d’Augusto 2.
61032 Fano (PS). Italia.
Fax 07 21 80 32 73.
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